miércoles, 21 de junio de 2017

"Austria-Hungría", Néstor Perlongher.

Dejo el enlace donde tengo cargado en Drive ese libro de Néstor Perlongher.

https://drive.google.com/file/d/0BwtMWZBobZcdYS1GTjZDQkRraXM/view?usp=sharing

"El desamparo", Juan José Becerra sobre Gustavo Ferreyra.

Reseña hecha por Juan José Becerra sobre la primera novela de Gustavo Ferreyra, "El amparo", para "El cronista cultural".

"Fracturas de lo real". Oliverio Coelho.

Esta reseña está realizada por, tal como lo dice el título, Oliverio Coelho. Si bien se enfoca en "Vértice" de Gustavo Ferreyra, da algunos detalles característicos del estilo del autor presentes en sus demás obras. 

Algo caracteriza a primera vista a los personajes de Gustavo Ferreyra: el modo de transitar ámbitos opresivos, la manera de moverse en una zona inestable, en una especie de trasfondo alucinatorio en el que lo real se regenera y refleja actos distorsionados. Siempre antes de que el derecho funcione como letra, los personajes de Ferreyra parecen internarse en la entraña del espejo y emerger dislocados por haber identificado en sí, como una consecuencia lógica, la amenaza exterior. Recelosos, ávidos, paranoicos, obsesivos, buscan torcer el destino de un mundo regido por leyes irracionales y secretas. Mientras se desdoblan para despistar o despistarse, retroceden en su lugar, como los locos, y se transforman en héroes a los que parece sobrarles piel. Son fortalezas subjetivas que oscilan al borde de tentaciones criminales y perversiones cuyo grado varía según las cualidades de su soledad.
Ese campo inestable en el que se mueve el hombre de Ferreyra, esa zona restallada en el escrito gracias al uso del indirecto libre, a la vez que parece amparar seres errantes incluso en su dominio –o errantes precisamente a causa de él–, desenfoca cuánto hecho u objeto se le atraviesa. Atrapados en un conjunto de sospechas, fantasías y pánico que funciona como único lazo humano, todos han sido despojados socialmente. Participar de la economía capitalista parece exigir ese despojamiento, y ahí se funda esa otra moral, la del derecho, que en el mundo de Ferreyra asfixia a cada personaje cada vez que está en juego la necesidad de decidir y de actuar. En este mundo, cuyo vacío coincide con la zona plena del nuestro, el humano conserva apenas la noción de propiedad donde existía la idea de libertad, y desoculta así, en definitiva, en su condición de proto-animal, el axioma del hombre contemporáneo: devenir apolítico en la democracia. Devenir objeto de sí y desatender las pasiones.
 En Vértice Gustavo Ferreyra propone tres historias, tres planos que circulan paralelos y se cortan al azar en un punto que es la transposición del infinito. En este caso lo infinito se condensa cuando en el tiempo y en el espacio los personajes coinciden en una esquina de Buenos Aires. Los tres protagonistas son monstruos in vitro. Esta vez la ciudad, un espacio atomizado de manera obsesiva al punto de que cuerpo y mentalidad se vuelven lugares microscópicos de transacción, es el laboratorio de Ferreyra. Los ambientes cerrados que animaban la acción de sus novelas anteriores ahora aparecen invertidos para facilitar esa exhumación del ser contemporáneo que opera, por debajo del texto, como una tesis política. Tal tesis vendría a echar por la borda el presupuesto de que la sociedad de consumo conserva un límite ético en sus contenidos. En Vértice el contenido es el sujeto como objeto: la alineación como proceso. El capitalismo en este vértice no es un proceso histórico sino patológico; no opera como un motor de deseos; por el contrario, es un soporte totalitario que, a punto de ceder ante el peso de la masa anónima, absorbe energías y voluntades contradictorias y tiende hacia la entropía. Un inconfundible temblor azota a los protagonistas cada vez que calculan las posibilidades de su deseo y temen fallar: se enfrentan a la dimensión del otro y descubren, encima, la presencia caótica de una máscara. Todos padecen esa aceleración de la inteligencia propia del paranoico y buscan –o creen encontrar en estados alucinados– el intersticio por el que asoma, delatando la máscara, la verdadera cara. Una cara que, en vez de rasgos, parece portar una inscripción cuyas letras alteran, sin modificar la ley, las garantías del estado. Dentro de cada clase social, nos demuestra Ferreyra, existe el abismo de la otra clase, y ésta lo pone en falta, rompe una legalidad y la prueba de esa violencia imperceptible se traduce en la presencia intrusa de una enfermedad. Se trata de una enfermedad que en los personajes está en el cuerpo o es pura mentalidad, y que es efecto del malestar social por excelencia: cierta paranoia cuya metáfora vernácula es la de la “inseguridad”. La clase media venida a menos parece ser el fruto envenenado que cae tarde del árbol social, y en el ejercicio de la paranoia, en la dilación de la caída y la conciencia de su condición –más cercanos a la pobreza que al bienestar económico–, parecen ocultarse a sí mismos que justamente aquello que no poseen los emparenta con lo visible de las clases bajas. En el otro siempre parece estar a punto de manifestarse aquello que cada sujeto humillado oculta, aquello que los vuelve predicados del mundo.
De ese modo la realidad sometida a continuas mutaciones y proyecciones paranoicas se dispone en secuencias que Gustavo Ferreyra, con un estilo denso y personalísimo pero no por eso excéntrico, va unificando, a través del indirecto libre, como si maniobrara extensos hilos que comunican, de un extremo a otro, paraísos íntimos e infiernos sociales como el de la última crisis argentina.
La central de las tres historias transcurre en el vértice social, la esquina de Cabildo y Ugarte, durante mil novecientos noventa y nueve. El narrador se sirve de esa intersección y la transforma en punto de fuga para erigir una perspectiva social totalizadora. Ahí, un chico de la calle, otro punto de fuga –pero en la escala social–, se instala y pide monedas. Apenas existen para él caras y objetos nombrables. Ha huido de una villa, y desde que ocupó el vértice todo en su vida avanza hacia el presente. Sus pocas relaciones, truncadas por esa temporalidad sin tiempo que lo hunde aún más en su no lugar, son maquinales y prefiguran peligros que aparecen representados en ciertos valores de la clase media. El mayor de estos riesgos no es el de intemperie si no el que proviene de los sistemas sociales de seguridad: el médico y el policial.
En la misma esquina, un kiosquero confecciona planes para eliminar al chico. Siente que el radio de su propiedad ha sido vulnerado, y que en esa exhibición diaria de mendicidad reside la causa última de su fracaso comercial. Pero lo cierto es que ese descastado urbano le sirve como terrible espejo interior; el kiosquero es un exponente de la clase media derrumbada durante la última crisis, y su condición de supervivencia, la superposición del valor de la persona con lo que de ella es visible, queda amenazada por una presencia intrusa, maligna, un motor inmóvil que lo corroe por dentro, desde el corazón de su condición. En definitiva, su apuesta, su malicia imperceptible, consiste en desalojar de sí al muchacho eliminándolo de la realidad inmediata. Desalojar de sí eso que nunca debe verse a fin de conservar un status. Tal es la lógica paranoica que Ferreyra ultima sin moralizar.
La segunda historia es la de un estudiante, Pablo, y en torno a un hipotético itinerario en auto que se extiende de la universidad a su casa, se desarrollan anécdotas y sucesivos flashback cuya fuerza se engarza con la que ejerce Buenos Aires en el presente del relato. En el pasado de Pablo está diseminado el origen de su mal, y la muerte de su padre, que lo fractura continuamente mientras conduce, no hace más que revelarle, en ese desesperado trayecto que el narrador interrumpe en Cabildo y Ugarte, los trozos de un mundo íntimo unificado por señales de engaño –en su novia– y de imperdonable malicia en su padre muerto.
La tercera historia se desarrolla en primera persona, a la manera de un monólogo confesional, y se alterna con las dos anteriores. El personaje narrador, un director de escuela primaria, glosa su vida, convencido de que el futuro lo ha traído al presente, y que cuando cambie el siglo el futuro habrá configurado un nuevo orden social. El monólogo en cuestión gira en torno a su cáncer, a la inesperada cura, y en torno a lo que aconteció antes, o durante, cuando como director de una escuela fantaseaba romances con pequeñas alumnas. Tras la cura el sentido de su vida parece haberse confinado en el recurso especulativo y en la memoria. El monólogo, si bien no consigue cubrir ese vacío empírico y reparar la amnesia a través de la escritura, al menos alcanza a bocetar, al igual que cualquier relato fronterizo con el diario íntimo, el primer paso hacia el olvido. En la continua elongación del recuerdo y en la imagen omnisciente de su madre –con la cual convive–, el director de escuela se descubre como uno de esos hombres que enarbola su encanto en el Mal, y confiesa haber escrito una novela “incestuosa” que el futuro se llevó. Sin embargo las aristas del monstruo despuntan de a poco. Recién aparece entero, pero a la manera de una figuración cubista, cuando en su auto cruza Cabildo y Ugarte y la simultaneidad de planos congela la experiencia del relato.

Como muy pocos libros actuales, Vértice explora y postula la materia de una ciudad dispersa y crispada en las mentes, y cumple quizás una ambición genérica de la literatura: transportar el mosaico de percepciones y experiencias humanas a un mundo percibido por el lector como totalidad social. Ferreyra nos demuestra que esa totalidad posee una forma significativa y que además es transmisible. En cada pieza o plano de esa forma –son tres los protagonistas, pero podrían ser millones y la totalidad no variaría– está entera e inscripta, a la manera de una parábola kafkiana, la sentencia social.

Reseña de Martín Kohan a "El amparo"

Esta reseña está hecha para "Página 12", sobre la primera novela de Gustavo Ferreyra de título "El amparo".

Prólogo de Piglia a Martínez Estrada.

Este prólogo está escrito por Piglia, acompaña la edición de Cuentos Completos de Ezequiel Martínez Estrada.

Imagino que la extraordinaria calidad de estos cuentos es lo que explica su lugar secundario —y casi invisible— en la narrativa argentina actual. Son demasiado buenos y por eso no encuentran su lugar. Historias de un pesimismo puro, tienen un aire trágico que las aleja de la poética lúdica y exhibicionista que domina nuestra literatura desde Borges y Cortázar. Los relatos sin salida pero serenos de Ezequiel Martínez Estrada acumulan bíblicamente desgracias y desdichas en una sucesión irónica de catástrofes, grotescas y un poco cómicas, a la manera de Flannery O’Connor o de Thomas Bernhard. ¿Cómo entender, entonces, la colocación lateral de estos textos en el escenario de nuestra cultura letrada?
Un motivo podría ser que el autor ha conseguido una posición indiscutible como ensayista y, por lo tanto, sus ficciones han sido consideradas ejercicios menores y circunstanciales de un pensador muy reconocido. Sin embargo, en sus libros más famosos, como Radiografía de la pampa o La cabeza de Goliat, se ve que es, sobre todo, un narrador. Reflexiona con argumentos y con ejemplos, alegoriza el pensamiento y usa la ficción —el caso imaginario— en sus razonamientos. La noción central de los invariantes históricos que unifican sus libros es, de hecho, una ficción narrativa. La idea de un acontecimiento que se repite y se expande, cuyo origen está postulado pero no se demuestra sino que se conjetura, es desde ya una ficción que irradia sentidos múltiples. En sus ensayos se libera de la elaboración discursiva y se mueve con figuras narrativas. Personaliza los argumentos y construye una galería de fantasmas que lo ayudan a ordenar y a clarificar la experiencia histórica. En ese marco, sus relatos son una continuación destilada de sus libros anteriores. En su producción de los años cuarenta y cincuenta, bajo el peso demoníaco —para él— del peronismo, su prosa de ficción, liberada de las exhortaciones y de la interpretación, es un logro mayor y hace ver con claridad su percepción del mundo. Sus relatos no explican ni interpretan, dan a juzgar. La cuestión central aquí es —como siempre en literatura— la enunciación. El que narra es un coleccionista de calamidades, un sujeto distanciado que registra los hechos con cierta ironía y resuelve magistralmente, con detalles circunstanciales y diálogos de gran eficacia, la construcción de un mundo a la vez cotidiano y condenado.
Otro motivo que ha dificultado la difusión y la legitimidad de estos cuentos es que en su momento fueron publicados por pequeñas editoriales marginales, como Goyanarte, Futuro o Nova, y circularon en el espacio lateral de la cultura de izquierda. Martínez Estrada se había alejado de la revista Sur y se movía en aguas más cercanas a los jóvenes escritores. Recuerdo que fui leyendo sus libros mientras se publicaban, en 1957 y 1958. Luego, en Mar del Plata, un compañero de quinto año del Nacional me contó que era sobrino del escritor y que a veces lo mandaban con él a Bahía Blanca. Se quejaba porque su tío lo obligaba a leer todo el tiempo. Le pedí que me lo presentara cuando viniera a la ciudad y así lo conocí. Fue en mayo o junio de 1959. Cuando apareció, me sorprendí, era un hombre muy frágil, que avanzaba hacia mí sosteniéndose de las paredes con la palma de la mano, pero cuando se sentó y empezó a hablar, su voz adquirió un tono elegiaco y condenatorio que lo elevaba a la posición, un poco irreal, de un profeta. Recuerdo vagamente lo que hablamos, pero persiste en mi memoria con gran nitidez la imagen que usó para sintetizar o alegorizar su diatriba. “La Argentina se tiene que hundir”, me dijo, e hizo con las dos manos en el aire el gesto teatral de hundir a un niño en una bañadera de agua turbia. Luego, con las manos todavía en el agua imaginada, tronó: “Si merece vivir, saldrá a flote, y si no, mejor será que permanezca hundida en el pantano de la Historia”. Yo tenía 17 años y lo admiraba como escritor, pero me asusté un poco y me despedí atropelladamente.
Esa tarde se reveló para mí su capacidad de construir imágenes instantáneas e imborrables. Su estilo consiste en buscar un acontecimiento cotidiano, un detalle casual o una metáfora común y transformarlos en un universo denso e imposible. Tiene la virtud de convertir lo trivial, por acumulación y expansión, en algo extraordinario. Cualquier travesía o viaje, o una simple caminata por el campo, se transforma en una aventura siniestra en la que el protagonista se extravía en un mundo paralelo. El héroe de sus cuentos es siempre un hombre —o una mujer— solo, empecinado y desprotegido que se hunde al intentar cumplir con las obligaciones cotidianas. Aturdido y humillado por la sucesión de contratiempos y diligencias incomprensibles, se pierde y fracasa. Percibimos ahí la gravitación de Kafka.
Uno de sus procedimientos o artefactos, digamos kafkianos, es la ampliación del espacio que se expande hasta ocupar todo el universo visible, por ejemplo, la casa de “Marta Riquelme”, o el hospital de “Examen sin conciencia”, o la escalera del relato del mismo nombre; son ámbitos fantasmagóricos y laberínticos donde los sujetos se extravían. La distancia adquiere una dimensión incomprensible y la trama se instala en esos territorios oníricos. La narración se abre a una serie de peripecias que se encadenan con gran elegancia y parecen no tener fin. De hecho sus relatos no concluyen, se interrumpen, podrían continuar ya que obedecen a la lógica serial de la nouvelle, una forma abierta que conviene muy bien a las intrigas circulares y obsesivas que brillan con luz propia en este libro. Por otro lado, a veces la narración se pliega a la intensidad de las formas breves y se sitúa en la media distancia en cuentos muy eficaces, como “Abel Cainus”, “No me olvides” o “En tránsito”. En el fondo, sus relatos actúan como rastros potenciales de historias siempre en expansión, como si fueran novelas condensadas y en movimiento.
El otro gran procedimiento de construcción es el despliegue de los conjuntos de individuos, de los sujetos que rodean al héroe y se convierten en una masa amenazadora, una muchedumbre en la que las personas privadas se debaten y se ahogan. La amenaza de un grupo hostil está presente en casi todos sus relatos. Actúan también en su ficción los invariantes históricos (con h minúscula). En “Sábado de Gloria”, uno de sus mejores textos, en medio de una trama burocrática que sucede en una oficina pública, cuando el personaje sale del ministerio y va al banco, al cruzar la Plaza de Mayo, Martínez Estrada intercala magistralmente páginas de historiadores argentinos (Mitre, Vicente Fidel López, Saldías) que narran la ocupación de Buenos Aires en distintas épocas por las montoneras bárbaras, como si las multitudes y la prepotencia militar definieran el ambiente intemporal de cualquier relato sobre una ciudad siempre atrapada en una pesadilla salvaje.

En medio de estos relatos, a la vez realistas y desmesurados, brilla un humor cáustico, un sarcasmo que fortalece su efecto perturbador. Quizás el hecho de no percibir el elemento cómico que hay en la tragedia fue lo que afectó la recepción de estos cuentos, cuyo humor destructivo y siniestro, nunca explicitado, es un fuego fatuo, una luz mala en el campo, que ilumina al lector y le promete la inminencia de una revelación. Sus epifanías negativas titilan debajo de la densa materia narrativa y hacen de sus cuentos pequeñas obras maestras líricas e inolvidables.

"Apocalipsis de Kafka" por Ezequiel Martínez Estrada.

Llamo apocalipsis (revelación de lo que está oculto -por medio de símbolos-) a la obra de Franz Kafka, según la hermenéutica de sus críticos, sin excepción: Gide, Thomas Mann, Camus, etc. El sentido de su mensaje es de difícil interpretación y susceptible de antagónicos, arbitrarios y personales modos de ver, pues aparte el aspecto palmario de una curiosa teología humorística (Mann) contiene un texto sistemático, en simetría alegórica con un dibujo nítido, originalísimo y trágico de la vida. EL mundo que nos revela es el que habitamos pero no el que vemos. Formalmente su obra no sólo compete a la teodicea y la metafísica sino a la literatura narrativa, y posee extraordinarios méritos, dándose juntos la fantasía más libre y el realismo más minucioso. Sólo en instantes fugaces, en relámpagos que iluminan parte de un panorama enigmático entrevemos sus perspectivas y profundidad abismal. Regularmente cuando un hecho insólito e inexplicable por el raciocinio nos pone ante una situación semejante y simétrica a la de alguno de sus personajes. Confieso que le debo muchísimo -el haber pasado de una credulidad ingenua a una certeza fenomenológica de que las leyes del mundo del espíritu son las del laberinto y no las del teorema-, y creo que su influencia es evidente en mis obras de imaginación: "Sábado de Gloria", "Tres cuentos sin amor", "Marta Riquelme" y varios cuentos de "La tos y otros entretenimientos". Quede hecha esta declaración de deuda.
Es ineludible, pues, que hable de mí hablando de él y que cada lector consciente haga lo mismo, porque ha experimentado lo que en cada quien sin su auxilio habría quedado para siempre inconexo en el contexto de la naturaleza escrita en lengua poética. Quiero significar que a Kafka se lo comprende mejor que reflexionando abandonándose a las sugestiones de la intuición, y es seguro que cuanto mayor y más intensa sea la experiencia de la vida, más rica y substanciosa hallaremos su obra. Confieso que en estos últimos meses, residiendo en México, he experimentado una nueva vislumbre de sus profundas y luminosas exploraciones en el mundo de tinieblas en que vivimos alucinados por la engañosa evidencia de la luz, como pensaba Heráclito.
En mi situación de expatriado, agobiado de achaques y nostalgias, merced a las revelaciones de Kafka, siento que soy, por temperamento y destino, mucho más judío de lo que más o menos barruntaba, y su obra se me aparece iluminada por una luz más clara y cenital que cuando me ocupé de él hace muchos años. Para comprenderlo mejor hube de encontrarme en la situación en que vivió, en cierto modo extranjero en su patria, solo entre sus semejantes en razón de poseer ojos nictálopes, hasta adquirir conciencia de que había sido condenado y arrojado fuera de su época y su país, por un tribunal inexistente y en un proceso de indicios y pruebas fantasmagóricas.
Debo limitarme ahora, sin tener en cuenta la sugestión pertinaz de que "su biografía como destino esquematiza numerosas otras", además de la mía, a tomar del recuerdo de sus obras los datos que considero constituyentes de su prodigiosa personalidad filosófica y literaria, a la vez que definitivas de su genio con respecto a todos los demás de su gremio. En cierto sentido Kafka es portador de un mensaje de raza y némesis, que podría de inmediato atribuir al "inconsciente ancestral colectivo", en el lenguaje de Jung. Sus personajes, sus temas y las vicisitudes o tribulaciones que integran regularmente el argumento y la tesis, encajan perfectamente en el concepto de mito como se lo ha estudiado recientemente en las afloraciones del yo profundo al estrato epitelial de la razón. El hecho de que esos personajes por lo regular no tengan nombre ni lo necesiten, que no se nos diga ni hay por qué saberlo cómo son, de dónde proceden ni dónde están, colocándolos como piezas móviles e intercambiables de un gran azar que configura una fatalidad, lo demuestra. Cada uno es yo y tú; su biografía cósmica es la de cada quien, su andar a tientas con los ojos abiertos sin ver, el paradigma abstracto de cualquier biografía concreta y absolutamente individual. Es el residuo de certeza que queda al fin de la vida.
Concretándome ahora, pues, a un punto de esta línea infinita y sinuosa, encontramos en Kafka un ser en quien toma conciencia una multimilenaria angustia ante lo desconocido y enigmático que palpita vivo y sofocado bajo la cobertura de una razón de ser convencional de todo lo existente, que el hombre ha superpuesto -aterrado o impotente- a la realidad verdadera. Desde la aparición de Kafka en la historia de la literatura -y sin duda de la teodicea y la metafísica- el mundo y el hombre no pueden ya ser entendidos e interpretados con el criterio ingenuo del determinismo económico y del materialismo histórico, por decirlo así. Es un animal fantástico en un mundo fantástico.
El "salto cualitativo" que da Kafka de un orden de realidades a otro (Chestov lo atribuye al creador de la frase, Kierkegaard) sólo pudo ser intentado y realizado por un ser colocado fuera del fascinante espectáculo que la rutina crea como realidad positiva y cognoscible. Aparte, naturalmente, del genio indispensable para la empresa. Este ser "alienus", de otra raza, de otra configuración psíquica y onírica, observador distante y de ojos de microscopio, soñador de lo inalcanzable y lo sublime y agrimensor de tierra firme e inexplorada, fue el judío checo que escribió en alemán y "pensó en hebreo": Franz Kafka.
Constriñéndome contra mis deseos a ese punto de una línea infinita y sinuosa, sintiendo profunda y biológicamente la verdad de su mensaje o apocalipsis expresado en parábolas, apólogos, mitos, imágenes y metáforas (como el de Juan el Teólogo), vale decir en el lenguaje traslaticio único capaz de darnos la intuición de las verdades trascendentales, sugiero el siguiente temario de investigación a los estudiosos de la literatura de creación:
1) Que un instituto de investigaciones de Ciencias Literarias promueva el estudio de la obra de Kafka desde tres puntos de vista fundamentales: a) contenido teológico y metafísico de su concepción del mundo y de la vida humana y de su destino; b) estructura fenomenológica de la realidad, admitiendo la posibilidad de una "configuración absurda" de la misma, obliterada por la multisecular empresa de racionalizarla y geometrizarla conforme a las leyes físicas de la naturaleza; c) análisis y hermenéutica de los temas y personajes, hechos y episodios circunstanciales, para establecer la simbiosis o relación eidética entre los fenómenos del sueño y la vigilia, la fantasía y la realidad, lo rutinario y lo inesperado, lo lógico y lo absurdo. Todo ello para hallar el significado de la ausencia de la personalidad biográfica en su obra, de la omisión de la psicología y de toda la tradicional maquinaria de intereses, pasiones, ideales, aberraciones, etc, que constituía anteriormente el repertorio de la novela y el drama; de donde resulta que el ser y su destino se dan puros, como instrumentos y no como agentes de la biografía.

2) Hecha una encuesta entre escritores y lectores comprensivos de la obra de Kafka, se habrían obtenido aportaciones de otra clase que la de los críticos y exegetas especializados, con valor de testimonios sobre el sentido de revelación que pueda contener efectivamente su obra. Vale decir, accesoriamente, lo que el pueblo de Israel ha depositado en Kafka para ser, como otras veces por otros intermediarios, entregado al patrimonio de la cultura en busca de la verdad, la justicia y la belleza.
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Obtenido para Literatura Argentina II, dictada en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.

viernes, 17 de febrero de 2017

Talleres gratuitos.

Hola a todos. 

Les traigo información muy importante que les va a interesar muchísimo. Esto es para personas de Buenos Aires, Argentina. 

La biblioteca nacional Mariano Moreno ofrece talleres gratuitos, entre ellos hay uno para principiantes en la escritura y otro para herramientas de cuento y novela, etc. 

Les dejo el link: http://www.bn.gov.ar/talleres para mas información. Las inscripciones son online hasta el 24 de febrero, los talleres son presenciales. 

Hasta la próxima ♡

Atte. Johanna Analy.